El Santiago de las 8
Salgo de la estación y es inevitable sentir el aire frío de Providencia colarse por la nariz hasta doler. He visto a las niñas que venden los sándwiches y a más de alguien comprando. Veo el banco y a mi izquierda noto cómo ya ha comenzado la jornada para el lustrabotas, que se afana con los botines de una señora joven. El hielo se hace más bravo después de haber visto de refilón la Iglesia de la Divina Providencia y haber doblado enfilando hacia el cerro. PRECAUCIÓN: salida de vehículos. Y aunque no he estado nunca por ser casi atropellada, ¡me inquieta la condición de encontrar 3 accesos de estacionamientos subterráneos en menos de media cuadra! Y justamente afuera de uno de ésos, pero no subterráneo, me encuentro, como es costumbre, con el conserje que ha salido a barrer las hojas de las que los plátanos orientales se han despojado para regalárselas a la vereda. Miro a la derecha y adentro es posible ver aún unas pocas migas o un corcho sobre los manteles del Mare Nostrum. Eso porque...