Una tela a punto de ceder. Apenas sostenida por unos pocos hilos. A cada tirón, más fibras se rompieron, y algo se iba dejando ver. Por la rotura empezó a calar el frío. El viento, con o sin la escarcha del invierno, rozaba cuchillos en esa piel. Por años, tontamente, los jirones fueron forzados a unirse con puntadas torpes, con agujas demasiado gruesas, otras romas: nunca penetraron o dañaban la tela. Las fibras se arrimaban entre ellas al tiempo que un hoyo aparecía amenazante por otro lado. Casi al exponer ese cuerpo al granizo y dejarlo quemarse de frío, sin aparentes probabilidades de reparar el daño ocasionado, apareció una nueva forma de hacer las cosas, una nueva tecnología: el zurcido invisible. Cuando se encargó el trabajo, se pagó sin pensarlo dos veces...había fe. De momento, sin más dinero, con un frío horrible y presa de la soledad, no hay otra cosa más que esa fe.